Una de las razones que están consiguiendo que los pacientes oncológicos se curen cada vez más se debe a la incorporación de una metodología de investigación compleja y eficaz.
Sin embargo, el diseño de los ensayos está marcado por cálculos estadísticos que permitan conseguir la aprobación de un medicamento.
En la actualidad la incorporación de un nuevo fármaco a la terapéutica oncológica se basa en la, al parecer, omnipotente “p”.
Pero, ¿realmente es este el camino que debemos seguir? Cada vez son más las voces que se elevan en contra de seguir a pies juntillas los designios que la famosa “p” marca.
Sociedades científicas como ESMO y ASCO defienden el concepto de “beneficio clínico” como la herramienta más ajustada a la realidad y necesidades de nuestros pacientes.
En estos casos, no sólo se valora la eficacia (supervivencias) y la seguridad (toxicidad) sino que se valoran aspectos que tiene que ver con el reporte personal que los pacientes hacen sobre su vivencia de los tratamientos.
Dentro de ellos hay aspectos relacionados con la toxicidad pero también de cómo les impactan los mismos en su calidad de vida y funcionalidad.
Todos estos razonamientos nos llevan a hablar de la importancia de los resultados en salud; el análisis de todos estos factores puede repercutir en aspectos tan variados como maximizar la calidad asistencial, reducir la variabilidad en la práctica médica, mejorar el acceso a la innovación o aumentar la sostenibilidad.
No quiero que se confunda mi planteamiento; soy un defensor absoluto de la metodología del ensayo clínico y de la estadística que la soporta pero debemos ser lo suficientemente amplios de miras y analíticos para reconocer que no vale sólo con una cifra para ubicar un determinado tratamiento en un lugar u otro de la farmacoterapia que aplicamos a los pacientes; debemos incluir en este algoritmo las valoraciones de aquellos que reciben dichos fármacos.